***
Existía en un tiempo, en un vasto mar de azul cristalino, un reino de sirenas. Hermosas como ningunas estas ninfas del mar vivían en tranquilidad y en paz constante con los demás habitantes del océano. Sin embargo a la única criatura a la que no podían ni siquiera intentar tener tratos era con los humanos. Aquellos extraños bípedos parecidos a ellas parecían no entender el idioma de los mares.
La reina, la más bella de entre todas gobernaba con mano dura pero suave, amante del canto y de la narrativa contaba a sus hijas las historias de la superficie, tan extraña y profunda como un marinero piensa del mar. Las cosas que caen desde arriba, pequeñas joyas llenas de brillo, objetos extraños; maravillan a todas, especialmente a una… la más pequeña de todas, Perla.
Interesada en la superficie nadaba con cautela, todas las noches hasta llegar a donde la luna aun iluminaba debajo del agua. Los pesados barcos desinteresados en lo que había debajo de ellos eran tocados por las escamosas manos de Perla, con una sonrisa infantil se degustaba olisqueando la madera mojada de los buques… las risas, los llantos, las voces… y por cierto que estas eran entendibles, ¿falsos rumores lo de los desentendimientos?
Una tarde, mientras la reina contaba otra de sus maravillosas historias de seres totalmente terrenales, Perla se decidió por preguntar… ¿Qué necesitaba una sirena para poder conocer de frente a los humanos? Todas guardaron silencio, entre curiosas y sorprendidas. La soberana convencida de la simpleza de la naturaleza de esa pregunta sonrió y dijo: “Para poder estar entre los humanos se requiere de un gran sacrificio, nosotras nunca entenderemos el idioma de esos seres, así que la única forma es vivir por siempre en ellos”
Extraña contestación, acertijo sin duda, ¿qué mas da? Ella pensaba lograrlo, una respuesta que le daba esperanza de estar por siempre en la superficie, conocer el mundo, tener aventuras, reír como ellos en los botes… Y así fue, Perla nado esa noche, por última vez como ella esperaba, hacia arriba.
Un bote estaba detenido por una pesada ancla en aguas no muy profundas, cerca de la costa de una isla dedicada a excursiones, deshabitada. Con una sutileza y vergüenza inocente se acerco al barco, lo toco suavemente y se decidió por llamar la atención con su canto, suave y melodioso; un marino de cabellos largos castaños asomo su moreno rostro, su mirada grisácea se detuvo un momento en la hermosa mujer que lo miraba desde abajo; cabellos rubios como el sol descansando en un atardecer, piel blanquísima, senos descubiertos, firmes y suaves, ojos azules como el profundo mar de donde provenía y una hermosa cola plateada.
El marinero corrió de regreso y llamando a gritos a la tripulación regreso con una enorme sonrisa y una mirada realmente extraña que ella nunca hubiera visto. Los demás rieron y entre saltos y aplausos bajaron una pequeña lancha salvavidas indicando a la hermosa sirena que subiera a ella, y así lo hizo.
Ya arriba pudo percatar del sucio barco, con olores más penetrantes que la sola madera mojada. Los hombres, sudados y con las manos callosas tocaban a la sirena de sus delicados hombros y después corrían para desaparecer barco adentro, entre sonrisas que a primer oído parecerían macabras, Sin embargo, Perla no tenia miedo. Aquel hombre de cabellos castaños se quedo al final con ella. Parecía extremadamente delgado, la ropa se le pegaba a los huesos como buscando algo más que solo pellejo. “Buenas noches dulce dama, sea bendecida esta noche por los Dioses, usted ha sido enviada como un regalo ¿no es así?”
Perla, radiante de felicidad no pudo más que asentar con la cabeza, con un rostro lleno de jubilo tomo la mano de su joven marinero. “No podemos esperar más, nos sentiríamos más que honrados de que nos acompañara en la cena, usted será la invitada de honor”
En el negro comedor un aroma delicioso inundaba los pulmones de todos los delgados marineros, una gran mesa que podía albergar a los 6 marineros en sus pequeños y viejos bancos presentaba un festín de lo más delicioso. Una jarra de cristal (recién lavada) exhibía un vino carmesí de dulce aroma. Pan con ajonjolí y especias era puesto en cestos de mimbre, un arroz blanco en pequeñas bolas compactas y el plato principal era una carne suave, cocida y en caldo, de la olla salían lechugas largas de color oro, emulando el cabello de su hermosa salvadora.
Era de mala educación comer sin dar las gracias y así lo hicieron. “Gracias por el sabroso festín que nos han mandado desde el océano”…
La reina, la más bella de entre todas gobernaba con mano dura pero suave, amante del canto y de la narrativa contaba a sus hijas las historias de la superficie, tan extraña y profunda como un marinero piensa del mar. Las cosas que caen desde arriba, pequeñas joyas llenas de brillo, objetos extraños; maravillan a todas, especialmente a una… la más pequeña de todas, Perla.
Interesada en la superficie nadaba con cautela, todas las noches hasta llegar a donde la luna aun iluminaba debajo del agua. Los pesados barcos desinteresados en lo que había debajo de ellos eran tocados por las escamosas manos de Perla, con una sonrisa infantil se degustaba olisqueando la madera mojada de los buques… las risas, los llantos, las voces… y por cierto que estas eran entendibles, ¿falsos rumores lo de los desentendimientos?
Una tarde, mientras la reina contaba otra de sus maravillosas historias de seres totalmente terrenales, Perla se decidió por preguntar… ¿Qué necesitaba una sirena para poder conocer de frente a los humanos? Todas guardaron silencio, entre curiosas y sorprendidas. La soberana convencida de la simpleza de la naturaleza de esa pregunta sonrió y dijo: “Para poder estar entre los humanos se requiere de un gran sacrificio, nosotras nunca entenderemos el idioma de esos seres, así que la única forma es vivir por siempre en ellos”
Extraña contestación, acertijo sin duda, ¿qué mas da? Ella pensaba lograrlo, una respuesta que le daba esperanza de estar por siempre en la superficie, conocer el mundo, tener aventuras, reír como ellos en los botes… Y así fue, Perla nado esa noche, por última vez como ella esperaba, hacia arriba.
Un bote estaba detenido por una pesada ancla en aguas no muy profundas, cerca de la costa de una isla dedicada a excursiones, deshabitada. Con una sutileza y vergüenza inocente se acerco al barco, lo toco suavemente y se decidió por llamar la atención con su canto, suave y melodioso; un marino de cabellos largos castaños asomo su moreno rostro, su mirada grisácea se detuvo un momento en la hermosa mujer que lo miraba desde abajo; cabellos rubios como el sol descansando en un atardecer, piel blanquísima, senos descubiertos, firmes y suaves, ojos azules como el profundo mar de donde provenía y una hermosa cola plateada.
El marinero corrió de regreso y llamando a gritos a la tripulación regreso con una enorme sonrisa y una mirada realmente extraña que ella nunca hubiera visto. Los demás rieron y entre saltos y aplausos bajaron una pequeña lancha salvavidas indicando a la hermosa sirena que subiera a ella, y así lo hizo.
Ya arriba pudo percatar del sucio barco, con olores más penetrantes que la sola madera mojada. Los hombres, sudados y con las manos callosas tocaban a la sirena de sus delicados hombros y después corrían para desaparecer barco adentro, entre sonrisas que a primer oído parecerían macabras, Sin embargo, Perla no tenia miedo. Aquel hombre de cabellos castaños se quedo al final con ella. Parecía extremadamente delgado, la ropa se le pegaba a los huesos como buscando algo más que solo pellejo. “Buenas noches dulce dama, sea bendecida esta noche por los Dioses, usted ha sido enviada como un regalo ¿no es así?”
Perla, radiante de felicidad no pudo más que asentar con la cabeza, con un rostro lleno de jubilo tomo la mano de su joven marinero. “No podemos esperar más, nos sentiríamos más que honrados de que nos acompañara en la cena, usted será la invitada de honor”
En el negro comedor un aroma delicioso inundaba los pulmones de todos los delgados marineros, una gran mesa que podía albergar a los 6 marineros en sus pequeños y viejos bancos presentaba un festín de lo más delicioso. Una jarra de cristal (recién lavada) exhibía un vino carmesí de dulce aroma. Pan con ajonjolí y especias era puesto en cestos de mimbre, un arroz blanco en pequeñas bolas compactas y el plato principal era una carne suave, cocida y en caldo, de la olla salían lechugas largas de color oro, emulando el cabello de su hermosa salvadora.
Era de mala educación comer sin dar las gracias y así lo hicieron. “Gracias por el sabroso festín que nos han mandado desde el océano”…
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“Para poder estar entre los humanos se requiere de un gran sacrificio, nosotras nunca entenderemos el idioma de esos seres, así que la única forma es vivir por siempre en ellos”
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